LOS DESTERRADOS. Horacio Quiroga
Misiones, como toda región de frontera, es rica en
tipos pintorescos. Suelen serlo extraordinariamente aquellos que, a semejanza de las bolas de billar,
han nacido con efecto. Tocan normalmente banda, y emprenden los rumbos más
inesperados. Así Juan Brown, que habiendo ido por
sólo unas horas a mirar las ruinas, se quedó 25 años allá; el doctor Else, a
quien la destilación de naranjas llevó
a confundir a su hija con una rata; el químico Rivet, que se extinguió
como una lámpara, demasiado repleto de alcohol carburado; y tantos otros que,
gracias al efecto, reaccionaron del
modo más imprevisto.
En los tiempos heroicos del obraje y la yerbamate,
el Alto Paraná sirvió de campo de acción a algunos tipos riquísimos de color, dos
o tres de los cuales alcanzamos a conocer nosotros, treinta años después. Figura a la cabeza de aquéllos un bandolero de un
desenfado tan grande en cuestión de vidas humanas, que probaba sus winchesters
sobre el primer transeúnte. Era correntino, y las costumbres y habla de
su patria formaban parte de su carne misma. Se llamaba Sidney Fitz-Patrick,y
poseía una cultura superior a la de un egresado de Oxford. A la misma época pertenece el cacique Pedrito, cuyas
indiadas mansas compraron en los obrajes los primeros pantalones.
Nadie le había oído a este cacique de faz poco india una palabra en lengua
cristiana, hasta el día en que al lado de un hombre que silbaba un aria de La Traviata, el cacique prestó un momento
atención, diciendo luego en perfecto castellano:
–La Traviata...
Yo asistí a su estreno en Montevideo, el 59...
Naturalmente, ni
aun en las regiones del oro o el caucho abundan tipos de este romántico
color. Pero en las primeras avanzadas
de la civilización al norte del Iguazú, actuaron algunas figuras nada
despreciables, cuando los obrajes y campamentos de yerba del Guayra se
abastecían por medio de grandes lanchones izados durante meses y meses a la
sirga contra una corriente de Infierno, y hundidos hasta la borda bajo el peso
de mercancías averiadas, charques, mulas y hombres, que a su vez tiraban como forzados, y que alguna vez regresaron
sólo sobre diez tacuaras a la deriva, dejando a la embarcación en
el más grande silencio.
De estos primeros mensús formó parte el negro Joâo Pedro, uno de los
tipos de aquella época que alcanzaron hasta
nosotros. Joâo Pedro había desembocado
un mediodía del monte con el pantalón arremangado sobre la rodilla,
y el grado de general, al frente de ocho o diez brasileños en el mismo estado
que su jefe.
En aquel tiempo
–como ahora– el Brasil desbordaba sobre Misiones, a cada revolución,
hordas fugitivas cuyos machetes no
siempre concluían de enjugarse en tierra extranjera.
Joâo Pedro, mísero soldado, debía a su
gran conocimiento del monte su ascenso a general. En tales condiciones, y después de semanas de bosque virgen
que los fugitivos habían perforado como diminutos ratones,
los brasileños guiñaron los ojos enceguecidos ante el Paraná, en cuyas aguas
albeantes hasta hacer doler los ojos, el bosque se cortaba por fin.
Sin motivos de
unión ya, los hombres se desbandaron. Joâo Pedro remontó el Paraná hasta
los obrajes, donde actuó breve tiempo,
sin mayores peripecias para sí mismo. Y advertimos esto último,
porque cuando un tiempo después Joâo Pedro acompañó a un agrimensor hasta el
interior de la selva, concluyó en esta forma y en esta lengua de frontera el
relato del viaje:
–Después tivemos
um disgusto... E dos dois, volvió um solo.
Durante algunos años, luego, cuidó del ganado de un extranjero, allá en
los pastizales de la sierra, con el exclusivo objeto de obtener sal gratuita
para cebar los barreros de caza, y atraer tigres. El propietario notó al fin
que sus terneras morían como ex profeso enfermas en lugares estratégicos para
cazar tigres, y tuvo palabras duras para su capataz. Éste no respondió en
el momento; pero al día siguiente los pobladores
hallaban en la picada al extranjero, terriblemente azotado a machetazos, como
quien cancha yerba de plano.
También esta vez
fue breve la confidencia de nuestro hombre:
–Olvidóse de que
eu era home como ele... E canchei o francéis.
El propietario era
italiano; pero lo mismo daba, pues la nacionalidad atribuida por Joâo Pedro era
entonces genérica para todos los extranjeros. Años después, y sin motivo alguno que explique el cambio de país,
hallamos al ex general dirigiéndose a una estancia del Ibera cuyo dueño gozaba
fama de pagar de extraño modo a los peones que reclamaban su
sueldo.
Joâo Pedro ofreció
sus servicios, que el estanciero aceptó en estos términos:
–A vos, negro, por tus motas, te voy a pagar dos pesos y la rapadura. No
te olvidés de venir acobrar a fin de mes.
Joâo Pedro salió
mirándolo de reojo; y cuando a fin de mes fue a cobrar su sueldo, el dueño dela
estancia le dijo:
–Tendé la mano,
negro, y apretá fuerte.
Y abriendo el
cajón de la mesa, le descargó encima el revólver .Joâo Pedro salió corriendo con su patrón detrás que lo tiroteaba, hasta
lograr hundirse en una laguna de aguas podridas, donde arrastrándose bajo los
camalotes y pajas, pudo alcanzar un tacurú que se alzaba en el
centro como un cono. Guareciéndose tras él, el brasileño esperó, atisbando a su
patrón con un ojo.
–No te movás,
moreno –le gritó el otro, que había concluido sus municiones.
Joâo Pedro no se movió, pues tras él el Ibera borbotaba hasta el
Infinito. Y cuando asomó de nuevo la nariz, vio a su patrón que regresaba al
galope con el winchester cogido por el medio. Comenzó entonces para el
brasileño una prolija tarea, pues el otro corría a caballo buscando hacer
blanco en el negro, y éste giraba a la par alrededor del tacurú, esquivando el
tiro.
–Ahí va tu sueldo, macaco –gritaba el estanciero al galope; y la cúspide
del tacurú volaba en pedazos.
Llegó un momento en que Joâo Pedro no pudo sostenerse más, y en un
instante propicio se hundió de espaldas en el agua
pestilente, con los labios estirados a flor de camalotes y mosquitos, para respirar. El otro, al paso ahora,
giraba alrededor de la laguna buscando al negro. Al fin se retiró,
silbando en voz baja y con las riendas sueltas sobre la cruz del caballo.
En la alta noche el brasileño abordó el ribazo de la laguna, hinchado y
tiritando, y huyó de la estancia,
poco satisfecho al parecer del pago de su patrón, pues se detuvo en el monte
a conversar con otros peones prófugos, a quienes se
debía también dos pesos y la rapadura. Dichos peones llevaban una vida casi
independiente, de día en el monte, y de noche en los caminos. Pero como no
podían olvidar a su ex patrón, resolvieron jugar entre ellos a la suerte el
cobro de sus sueldos, recayendo dicha misión en el negro Joâo Pedro, quien se
encaminó por segunda veza la estancia, montado en una mula.
Felizmente –pues
ni uno ni otro desdeñaban la entrevista–, el peón y su patrón se encontraron;
éste con su revólver al cinto, aquél con su pistola en la pretina. Ambos
detuvieron sus cabalgaduras a veinte metros.
–Está bien, moreno
–dijo el patrón–. ¿Venís a cobrar tu sueldo? Te voy a pagar en seguida.
–Eu vengo –respondió Joâo Pedro– a quitar a vocé de en medio. Atire vocé
primeiro, e nao erre.
–Me gusta, macaco.
Sujétate entonces bien las motas...
–Atire.
–¿Pois nao? –dijo
aquél.
–Pois é –asintió
el negro, sacando la pistola.
El estanciero
apuntó, pero erró el tiro. Y también esta vez, de los dos hombres regresó
uno solo.
El otro tipo pintoresco que alcanzó hasta nosotros era también
brasileño, como lo fueron casi todos los primeros pobladores de Misiones. Se le
conoció siempre por Tirafogo, sin que nadie haya sabido de él nombre otro
alguno, ni aun la policía, cuyo dintel por otro lado nunca llegó a pisar.
Merece este
detalle mención, porque a pesar de haber sorbido nuestro hombre más alcohol del
que pueden soportar tres jóvenes fuertes, logró siempre esquivar, fresco o
borracho, el brazo de los agentes. Las
chacotas que levanta la caña en las bailantas del Alto Paraná, no son cosa de
broma. Un machete de monte, animado de un revés de muñeca de mensú, parte hasta
el bulbo el cráneo de un jabalí;
y una vez, tras un mostrador, hemos visto al mismo machete, y del mismo
revés, quebrar como una caña el antebrazo de un hombre, después de
haber cortado limpiamente en su vuelo el acero de una trampa de ratas, que
pendía del techo.
Si en bromas de
esta especie o en otras más ligeras, Tirafogo fue alguna vez actor, la policía
lo ignora. Viejo ya, esta circunstancia le hacía reír, al recordarla por
cualquier motivo:
–¡Eu nunca estive
na policia!
Por sobre todas sus actividades, fue domador. En los primeros tiempos
del obraje se llevaban allá mulas chúcaras, y Tirafogo
iba con ellas. Para domar, no había entonces más espacio que los rozados de la
playa, y presto las mulas de Tirafogo partían a estrellarse contra los árboles
o caían en los barrancos, con el
domador debajo. Sus costillas se habían roto y soldado infinidad de veces,
sin que su propietario guardara por ello el menor rencor a las muías.
–¡Eu gosto mesmo
–decía– de lidiar con elas!
El optimismo era
su cualidad específica. Hallaba siempre ocasión de manifestar su
satisfacción de haber vivido tanto
tiempo. Una de sus vanidades era el pertenecer a los antiguos pobladores de
la región, que solíamos recordar con agrado.
–¡Eu só antiguo! –exclamaba, riendo y estirando desmesuradamente el
cuello adelante–.¡Antiguo!
En el período de las plantaciones se le reconocía desde lejos por sus
hábitos para carpir mandioca. Este trabajo, a pleno Sol de verano, y en
hondonadas a veces donde no llega un soplo de aire, se lleva a cabo en las
primeras horas de la mañana y en las últimas de la tarde. Desde las once a las
dos, el paisaje se calcina solitario en un vaho de fuego. Éstas eran las horas
que elegía Tirafogo para carpir descalzo la mandioca. Se quitaba la
camisa, se arremangaba el calzoncillo
por encima de la rodilla, y sin más protección que la de su sombrero
orlado entre paño y cinta de puchos de chala, se doblaba a carpir
concienzudamente su mandioca, con la espalda deslumbrante de sudor y
reflejos. Cuando los peones volvían de
nuevo al trabajo a favor del ambiente ya respirable, Tirafogo había concluido el suyo. Recogía la azada, quitaba
un pucho de su sombrero, y se retiraba fumando y satisfecho.
–¡Eu gosto –decía–
de poner os yuyos pés arriba ao Sol!
En la época en que yo llegué allá, solíamos hallar al paso a un negro
muy viejo y flaquísimo que caminaba con dificultad y saludaba siempre con un
trémulo “Bon día, patrón” quitándose humildemente el
sombrero ante cualquiera.
Era Joâo Pedro.
Vivía en un rancho, lo más pequeño y lamentable que puede verse en el género,
aun en un país de obrajes, al borde de
un terrenito anegadizo de propiedad ajena. Todas las primaveras sembraba
un poco de arroz –que todos los veranos perdía– y las cuatro mandiocas
indispensables para subsistir, y cuyo cuidado le llevaba todo el año,
arrastrando las piernas.
Sus fuerzas no
daban para más. En el mismo tiempo, Tirafogo no carpía más para los vecinos.
Aceptaba todavía algún trabajo de lonja
que demoraba meses en entregar, y no se vanagloriaba ya de ser antiguo en un
país totalmente transformado.
Las costumbres, en
efecto, la población y el aspecto mismo del país, distaban, como la
realidad de un sueño, de los primeros
tiempos vírgenes, cuando no había límite para la extensión de los rozados, y éstos se efectuaban entre todos y para
todos, por el sistema cooperativo. No se conocía entonces la moneda,
ni el Código Rural, ni las tranqueras con candado, ni los breeches.
Desde el Pequirí
al Paraná, todo era Brasil y lengua materna, hasta con los francéis de Posadas.
Ahora el país era distinto, nuevo, extraño y difícil. Y ellos, Tirafogo y Joâo
Pedro, estaban ya muy viejos para reconocerse en él.
El primero había
alcanzado los ochenta años, y Joâo Pedro sobrepasaba esa edad. El enfriamiento del uno, a quien el primer día
nublado relegaba a quemarse las rodillas y las manos junto al
fuego, y las articulaciones endurecidas del otro, les hicieron acordarse por
fin, en aquel medio hostil, del dulce calor de la madre patria.
–E' –decía Joâo Pedro a su compatriota, mientras se resguardaban ambos
del humo con la mano–. Estemos lejos de nossa terra, seu Tira... E
un día temos de morrer.
–E' –asentía Tirafogo, moviendo a su vez la cabeza–. Temos de morrer,
seu Joâo... E lonje da terra...
Se visitaban ahora
con frecuencia, y tomaban mate en silencio, enmudecidos por aquella
tardía sed de la patria. Algún recuerdo,
nimio por lo común, subía a veces a los labios de alguno de ellos,
suscitado por el calor del hogar.
–Havíamos na casa dois vacas... –decía el uno muy lentamente–. E eu
brinqué mesmo con oscachorros de papae...
–Pois nâo, seu
Joâo... –apoyaba el otro, manteniendo fijos en el fuego sus ojos en que sonreía
una ternura casi infantil.
–E eu me lembro de
todo... E de mamae... A mamae moça...
Las tardes pasaban
de este modo, perdidos ambos de extrañeza en la flamante Misiones.
Para mayor extravío, se iniciaba en aquellos días el movimiento obrero,
en una región que no conserva del pasado jesuítico sino dos dogmas: la
esclavitud del trabajo, para el nativo, y la inviolabilidad del patrón.
Se vieron huelgas de peones que esperaban a Boycott como a un personaje
de Posadas, y manifestaciones encabezadas por un bolichero a caballo que
llevaba la bandera roja, mientras los peones analfabetos cantaban apretándose
alrededor de uno de ellos, para poder leer la Internacional que
aquél mantenía en alto.
Se vieron detenciones
sin que la caña fuera su motivo, y hasta se vio la muerte de un sahib.
Joâo Pedro, vecino del pueblo, comprendió de todo esto menos aún que el
bolichero de trapo rojo, y aterido por el otoño ya avanzado, se
encaminó a la costa del Paraná.
También Tirafogo
había sacudido la cabeza ante los nuevos acontecimientos. Y bajo su
influjo, y el del viento frío que
rechazaba el humo, los dos proscriptos sintieron por fin concretarse los recuerdos natales que acudían a sus mentes con la
facilidad y transparencia de los de una criatura.
Sí; la patria
lejana, olvidada durante ochenta años. Y que nunca, nunca...
–¡Seu Tira! –dijo de pronto Joâo Pedro, con lágrimas fluidísimas a lo
largo de sus viejos carrillos–. ¡Eu nao quero morrer sin ver a minha
terra!... E muito lonje o que eu tengo vivido…
A lo que Tirafogo
respondió: –Agora mesmo eu tenía
pensado proponer a vocé... Agora mesmo, seu Joâo Pedro... eu vía na ceniza
a casinha... O pinto bataraz de que eu só cuidei...
Y con un puchero,
tan fluido como las lágrimas de su compatriota, balbuceó:
–¡Eu quero ir
lá!... ¡A nossa terra é lá, seu Joâo Pedro!... A mamae do velho Tirafogo...
El viaje, de este modo, quedó resuelto. Y no hubo en cruzado alguno
mayor fe y entusiasmo que los de aquellos dos
desterrados casi caducos, en viaje hacia su tierra natal. Los preparativos fueron breves, pues breve era lo
que dejaban y lo que podían llevar consigo. Plan, en verdad, no
poseían ninguno, si no es el marchar perseverante, ciego y luminoso a la
vez, como de sonámbulos, y que los
acercaba día a día a la ansiada patria.
Los recuerdos de la edad infantil subían a sus mentes con exclusión de
la gravedad del momento. Y caminando, y sobretodo cuando acampaban de noche,
uno y otro partían en detalles de la memoria que parecían dulces
novedades, a juzgar por el temblor de la voz.
–Eu nunca dije
para vôcé, seu Tira... ¡O meu irmao mau piqueno esteve uma vez muito doente!
O, si no, junto al
fuego, con una sonrisa que había acudido ya a los labios desde largo rato:
–O mate de papae
cayóse umaz vez de mim... ¡E batióme, seu Joâo!
Iban así,
riquísimos de ternura y cansancio, pues la sierra central de Misiones no es
propicia al paso de los viejos
desterrados. Su instinto y conocimiento del bosque les proporcionaban el sustento
y el rumbo por los senderos menos escarpados.
Pronto, sin embargo, debieron internarse en el monte cerrado, pues había
comenzado uno de esos períodos de grandes lluvias que inundan la selva de
vapores entre uno y otro chaparrón, y transforman las
picadas en sonantes torrenteras de agua roja.
Aunque bajo el bosque virgen, y por violentos que sean los diluvios, el
agua no corre jamás sobre la capa de humus, la miseria y la humedad
ambiente no favorecen tampoco el bienestar delos que avanzan por él.
Llegó pues una
mañana en que los dos viejos proscriptos, abatidos por la consunción y la
fiebre, no pudieron ponerse de pie.
Desde la cumbre en que se hallaban, y al primer rayo de Sol que rompía
tardísimo la niebla, Tirafogo, con un resto más de vida que su compañero, alzó
los ojos, reconociendo los pinares nativos.
Allá lejos vio en el valle, por entre los altos pinos, un viejo rozado cuyo
dulce verde se llenaba de luz entre las sombrías araucarias.
–¡Seu Joâo! –murmuró, sosteniéndose apenas sobre los puños– ¡E'a terra o
que vôce pode ver lá! ¡Temo chegado, seu Joâo Pedro!
Al oír esto, Joâo
Pedro abrió los ojos, fijándolos inmóviles en el vacío, por largo rato.
–Eu cheguei ya,
meu compatricio... –dijo.
Tirafogo no
apartaba la vista del rozado.
–Eu vi a terra...
E' lá... –murmuraba.
–Eu cheguei
–respondió todavía el moribundo–. Vôcé viu a terra. E eu estó lá.
–O que é... seu Joâo Pedro –dijo Tirafogo–, o que é, é que vócé está de
morrer... ¡Vôcé nâo chegou!
Joâo Pedro no
respondió esta vez. Ya había llegado. Durante
largo tiempo Tirafogo quedó tendido de cara contra el suelo mojado, removiendo
de tarde en tarde los labios. Al fin abrió los ojos, y sus facciones se
agrandaron de pronto en una expresión de infantil alborozo:
–¡Ya cheguei,
mamae!... O Joâo Pedro tinha razâu...
¡Vou com ele!...
Profe soy de 3ºA y queria saber si este es el cuento que mando a sacar.. porque lo estuve leyendo y nada que ver a lo que Usted nos conto en la clase
ResponderEliminarHola, es este el cuento sí. No es nada que ver a lo que conté en clase porque hablamos sobre otro cuento que daremos más adelante. Empezaremos con este. Buenas vacaciones!
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